Hécate y el lobo
Nunca hablaron los mitos de su
extraordinaria belleza, ni equipararon los antiguos textos la nívea piel de
Selene a la suya.
No fue necesario concederle carro de
plata alguno, para que destacase su terrestre paso por encima de las ínfulas de
todas las demás. Porque ella fue la
primera, y por ello la más poderosa. Venía del linaje de Titanes, y no hubiera
necesitado misericordia de los dioses, aunque digan que se la concedieron.
Se repartieron los tres grandes
olímpicos cielo, mar e inframundo, pero ella continuó dominando con sus arcanas
artes sobre los tres reinos; más allá de las ilusorias y soberbias creencias de
advenedizas deidades.
Y así recorría Hécate los caminos, ajena
a los siglos pasados y a los muchos aún por venir. Su rostro desdibujado en la
serena penumbra, por ser ella la luna oscura. La señora de la noche para la
cual, hasta entonces, nunca había habido aullidos.
Pero los dioses caprichosos se rigen a
sí mismos por una permisiva carencia de leyes, que tornan en déspota tiranía
sobre aquellos que, por temor, no hacen sino desvivirse en una servil devoción
hacia ellos. Aprietan el yugo en torno al que continúa creyéndose merecedor del
castigo, sin darse cuenta de que, a la sombra del que se arrodilla, sumiso,
caen otros sin opción, henchidos de rebeldía.
Sobre aquel altar se desangraron vidas
plenas en honor a Zeus. Con la sola esperanza de llenar de gozo a su dios
inmortal, arrebató Licaón muchas almas mortales, y sólo recibió condena.
Indignado el dios de dioses ante semejante barbarie, respondió con análoga
furia, maldiciendo al sanguinario padre y a sus cincuenta inocentes vástagos: “Como
fiera te has comportado, y en fiera seréis transformados”.
Se hubiera puesto fin a la expiación, de
no haber dado caza a más hombres; pero el instinto puede más que la fe, y la
continua lucha entre ambos, arrastró al rey griego a una eterna existencia
salvaje atenazada por el remordimiento. Sangre y muerte al tornarse bestia,
seguidas de aullidos humanos a la gran dama blanca. A un señor de los cielos
que le negaba su perdón.
Y mientras la servidumbre del padre no
recibía respuesta, la voluntad de uno de sus hijos no se doblegaba. A ninguna
divinidad había ofendido y frente a ninguna se había postrado, sin embargo, se
sabía bestia a expensas de una luna insulsa a la que tampoco había aullado.
Aunque el hombre arrastrara su pesar
entre tinieblas y el animal implorara clemencia a la luz, nada podría conseguir
el indulto para una criatura que se conducía por su natural impulso. Cualquier
aflicción humana posterior sería vano y ultrajante sometimiento.
Así comenzó uno de los hijos de Licaón a
abrazar su monstruosa naturaleza, con tanta condescendencia como rechazo
mostraba por los remordimientos que de él se esperaban. La noche era su hogar,
y a esa luna oscura era a la que él aullaba.
No había lugar posible en el que
permanecer, sabiéndose un depredador al que los hombres terminarían por
convertir en presa. No había más opción que deambular al resguardo de los
despoblados bosques, como ella vagaba en soledad por los caminos.
La reina de la noche emprendía su marcha
al tiempo que el sol también emprendía la suya, y la guardia de la gran
protectora comenzaba, iluminando con sus antorchas la deriva de tantas almas
perdidas. No había más que humilde fuego en sus manos. No era el alabado rostro
de plata el que hacía las veces de guía a las ánimas errantes, pero aun así, un
suplicante y desgarrador aullido la perseguía desde una precavida distancia.
Los días en que el condenado hijo de
Licaón existía como hombre, apenas encontraba el coraje necesario para
acercarse a la linde del camino. ¿Con qué fin iba a reunir el valor de
dirigirse a ella? Si arduo le resultaba al amante hacerse visible a la mujer,
absurdo y temerario le parecía a la bestia aproximarse a la diosa.
Pero la luna oscura no temía a ninguna
infame criatura. Ella regía y auxiliaba a los vivos, a los muertos y a todo ser
que se debatiese entre ambos mundos. Por eso, un buen día respondió a los
desconsolados aullidos con una irrebatible orden: quiso que aquel lamento
cobrase forma frente a ella. Que la fiera que seguía sus pasos noche a noche,
mostrase su rostro a la diosa; pues ella ordenaba y mortales e inmortales
acataban.
El lobo hizo enmudecer su aullido,
avergonzado de su salvaje apariencia. Pero una vez hubo retornado el hombre,
este no quiso desobedecer a su amada divinidad nocturna.
Frente a ella se postró en el camino,
desnudo, con los brazos abiertos, y por primera vez en su lúgubre vida,
arrodillado ante un dios: el dios al que él había elegido.
Hécate tomó su mano y puso a su siervo
en pie. La fiera mirada del lobo aguardaba, latente, en unos ávidos ojos que
encontraron su par en los de aquella a la que tantos ya habían llamado “la loba”.
Desde entonces han sido las noches sin
luna refugio para el amor entre la diosa y el hombre. Y cuando la bestia ocupa
el lugar del condenado príncipe griego, avanza dócil al lado de su esposa, en
su eterno peregrinar nocturno por los caminos…
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