Soy una bruja y quiero un dragón



Todos sabemos que algunas cosas nunca cambian. Quizá sea cierto que hay casos en los que nos resulta imposible, e incluso contra natura, llevar a cabo ese cambio, pero en otros casos lo que ocurre es que sencillamente no queremos hacerlo.
Sin saber muy bien cómo ni cuándo, elegimos aferrarnos a nuestro particular clavo ardiendo porque nos hace sentir seguros, nos otorga la fortaleza de la que carecemos en un determinado momento y por eso, no nos importa lo más mínimo que nuestra elección se ajuste o no a lo que se espera de nosotros.
Por ese motivo, contra viento y marea, en mi más tierna infancia me opuse contundente al disfraz de princesa y al vestido de Comunión. Lo reconozco, sin reparos y con la cabeza bien alta a mis treinta y muchísimos años: aún quiero ser la bruja y aún quiero un dragón.
Lejos de entrar en debates sobre sexismo o rancias tradiciones inculcadas, yo creo que todos y cada uno de nosotros optamos libremente por aquello que nos completa o que parece concedernos eso que no tenemos y que deseamos con todas nuestras fuerzas.
También es cierto que algunas personas son más proclives a seguir la corriente, mientras que otras parecen empeñadas en llevar la contraria, y por lo tanto, una vez más, me toca entonar el mea culpa y reconocer que siempre me ha gustado eso de nadar río arriba.
Mientras otras niñas soñaban con su vestido blanco, sus zapatos con lazo y sus diademas con “cienes y cienes de brillis”, yo invocaba – en vano -  una apocalíptica catástrofe que hiciese que mi vestidito de tul y mis prendedores pasasen a mejor vida. Mientras mis compañeras – poco después de la mañana de Reyes – ya aseguraban categóricas que en Carnaval se disfrazarían de princesas, yo asentía ante sus rosadas intenciones, al tiempo que divagaba bajo un imaginario sombrero puntiagudo que cobraba originales formas en mi mente. Yo no quería una varita con estrella dorada en la punta ni un caballo blanco, yo quería una escoba y un dragón.
Cuando cuentas apenas ocho o nueve años, no es extraño que concedas importancia a eso de sentirte extraordinariamente guapa, reluciente, mágica e incluso irreal; yo también deseaba eso, lo que sucede es que tanto entonces como ahora, la belleza es – afortunadamente – muy subjetiva. Yo  no quería ser fea, ¡sólo faltaba!, pero mis infantiles ojos encontraban el atractivo en aquellas mujeres de rostros siniestros, rasgos fuertes y miradas retadoras, que en absoluto poseían aquellas clónicas princesas de angelicales mejillas ruborizadas, pestañas imposibles y melenas invariablemente lacias.
Yo no era así. Mi melena se llenaba de ondas ingobernables, mi nariz – aunque pecosa – no era diminuta, y mis pestañas no se batían “cual ala de mariposa”. Necesitaba algo con lo que me resultase más sencillo identificarme, y en todo cuento, película, historia o leyenda, cada bruja era diferente.
Vale que dentro de mis excentricidades siempre he sido un tanto clásica, y por eso soy muy de sombrero, escoba y gato negro, pero aun así, sabía que dentro del mundo “brujeril”,la diferencia no estaba mal vista.
No voy a negar que un bonito caballo blanco no es algo a lo que hacerle ascos, pero entre eso o volar montada en una escoba por encima de los bosques y entre las montañas, no me negaréis que no hay color. Y si ya tocamos el asunto del príncipe azul, en ese caso no me queda otra que abogar por un dragón – en detrimento del apuesto galán – se pongan como se pongan los Grimm, Andersen o el mismísimo Disney. Porque volvemos a lo mismo: esos personajes de fantasía que tanto nos impresionaban y que “nos pedíamos” como si de un regalo de Navidad se tratase, no eran sino nuestra armadura frente a todo lo real que nos acechaba.
Una varita mágica que nos conceda deseos, unos poderes que nos permitan derrotar a cualquier enemigo, por temible que éste sea, una “posición” en la realeza que nos aleje de penurias, nos colme de antojos y nos empareje con un guapo príncipe dispuesto a jugarse el pellejo por nosotras… Pues bien, no dudo de que el apuesto muchacho de azulada sangre sepa manejar la espada cual Lanzarote del Lago, pero si la cosa se pone fea, yo prefiero tirar de dragón, para curarme en salud. El arrebatador heredero está muy bien sobre el papel y sin duda es bienvenido, pero si pintan bastos, mi lado práctico siempre me ha dicho que un buen reptil alado a mi mando, escupiendo fuego con la naturalidad de un géiser, es una mayor garantía de éxito.
Antes de que llegase Daenerys de la Tormenta con sus tres “vástagos”, algunas ya habíamos conocido al entrañable Draco – que como no podía ser de otra manera tratándose del gran Sean Connery – nos robó el corazón en Dragonheart. Y entre las innumerables brujas que en el mundo han sido, me parece imposible no caer rendido a los pies de las inconmensurables Yaya Ceravieja, Tata Ogg y Magrat Ajostiernos de Pratchett; o de la inteligente y atípica Elphaba, nacida con piel verdosa y dientecitos puntiagudos.
Se acerca All Hallows’ Eve, la Noche de las Brujas, Samhain, Halloween…como cada uno quiera llamarlo. Se acerca la ancestral festividad celta tan denostada por algunos por considerarla – erróneamente – una invención de los americanos – en la que una vez al año las niñas presumen de ser brujas y se olvidan del disfraz rosa, hasta poco antes de febrero. Los sombreros negros sustituyen las coronas brillantes, los monstruos “molan” más que los príncipes y lo que a menudo da miedo y se evita, resulta no ser tan terrorífico.
De momento ésto sólo ocurre una vez al año, pero a las “raritas” que no nos tocó disfrutar del furor de Halloween cuando éramos pequeñas, nos gusta creer que entre esa legión de bajitas vestidas de negro el 31 de octubre, se esconde más de una que desearía vestir así todo el año. Me alivia pensar que las orgullosas “segundonas” del cuento tendremos relevo para seguir afirmando convencidas: “soy una bruja y quiero un dragón”.



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