Sigo corriendo
Hace ya algunos años que una persona bastante ilustrada y experimentada en la vida, me advirtió de que mi enfermiza búsqueda de la perfección podría llegar a terminar conmigo.
En aquel momento no entendí muy bien el porqué de aquella afirmación. Si bien era verdad que siempre había intentado conseguir los mejores resultados en todo aquello que me proponía, no veía problema alguno en esforzarme por hacer las cosas lo mejor posible. De un modo u otro, siempre terminaba por salir bien.
Para un ratón de biblioteca como yo, habitualmente calificado como empollona en mis años de colegio e instituto, el estudio solía dar resultados. Las buenas notas llegaban, sin demasiado esfuerzo, siempre y cuando no hubiera números ni fórmulas interponiéndose en el apacible camino de la historia, el inglés, el latín o la literatura y la filosofía.
Pero por algún extraño motivo que no alcanzo a comprender, siempre me he empeñado en ponérmelo difícil a mí misma: desde mi preferencia por tocar obras de Bach y Tchaikovsky, cuando aún estudiaba piano, hasta el “aire” que me dio cuando me decanté por un máster de clásicas, después de estudiar filología inglesa.
Y me hice patrón de embarcación de recreo, y luego seguí con patrón de yate; comencé a estudiar alemán y en ningún momento abandoné mi propósito de llegar a escribir una buena novela… En todo ello me esforcé para hacerlo lo mejor posible, y todo ello fue saliendo…
Pero entonces, en un momento de total ausencia de cordura, me levanté una mañana diciéndome a mí misma que podía empezar a correr. Yo, que toda la relación que había tenido con el deporte en más de treinta años, se reducía a bajar al bar cuando jugaba el Sporting y tomar cervezas y comer cacahuetes con las narices metidas en el periódico, ajena al entusiasmo futbolístico que se respiraba en el ambiente, aún entre el humo del tabaco.
Y así, sumida en la feliz ignorancia de la inconsciente que se acaba de comprar unas zapatillas en el Decathlon – porque con las Dr. Martens de imitación se corre, cuanto menos, regular - me bajé una mañana a dar vueltas al parque, pensando que todo el monte era orégano. Una vuelta aguanté, señores…una. Con flato, el hígado atravesado a la altura de la tráquea y llamando a la de la guadaña para que pusiera fin a tanto sufrimiento.
Pero como siempre he tenido que acabar lo que empezaba, y además hacerlo bien, seguí intentándolo hasta verme capaz de dar varias vueltas a aquel dichoso parque con la misma dignidad con la que se cruzaban en mi camino otros consumados “runners”.
Y la cosa fue bien. De nuevo todo era ganancia porque, para alguien que no había hecho deporte en su vida, cada pequeña mejoría suponía un logro. Apenas tres meses después estaba participando en mi primera carrera. Corrí los 10 kilómetros del Grupo y los hice en 59 minutos, lo cual, aunque ustedes no lo crean, me hizo pasar el resto del domingo henchida de orgullo.
Ya entonces había descubierto que la montaña me atraía más que el cruel asfalto y nueve meses después, ya había participado en 13 carreras de montaña, entre las que se contaban tres medias maratones y mi primera carrera de más de 30 kilómetros. Me comía el mundo, podía con todo, no me dolía nada, pero de nuevo, eso es lo que tiene la inocente ignorancia, que te hace ver unicornios donde acechan bichos bastante más feos.
¡Qué contenta concluí aquella temporada! ¡Todo eran retos conseguidos! Fotos preciosas en escenarios de infarto, dorsales guardados con mimo, pues daban embarrada fe de cada logro, y un sinfín de agradables entrenos en los que mi humilde reloj sólo me indicaba la gran cantidad de kilómetros que había hecho. Todo era tan prometedor que al año siguiente cayeron 21 carreras en la misma línea: sólo por conocerlas todas, aunque sin tregua. Casi una, cada fin de semana.
Pero como el que es necio y autoexigente nunca está contento, pues la que suscribe se impuso una serie de obligaciones, tratando por todos los medios de alcanzar, como no podía ser de otro modo, lo más cercano a la perfección.
Y llegó el “relojito” que te dice a cuánto vas corriendo cada kilómetro, y aparecieron las primeras frustraciones.
Y llegó el sobre-entrenamiento porque: “si no soy rápida y mejoro, no merezco amnistía ni descanso”.
Y como inevitable consecuencia, llegaron las lesiones y la temeridad: mi primer ultra, allá por tierras escocesas con la cintilla dando guerra, una inflamación en la rodilla que no remitía, pero la terca determinación de hacerlo, sí o sí.
Y me puse en la línea de salida. Y comencé muy bien, tanto que, el desnivel llevadero y el terreno favorable, consiguieron que, a pesar de mi lentitud, me posicionara como “first lady” desde el principio. Todo maravilloso, hasta que 20 millas después comenzaran los dolores. En un principio tan sólo eran molestias, pero los últimos 20km transcurrieron a lágrima viva, honorablemente disimulada en cada avituallamiento. Y ahí descubrí la primera falacia que se esconde en nuestro discurso desde que nos adentramos en este mundillo: “que lo principal es disfrutar y no hacerse daño”.
Pues mira tú por dónde yo, con dolores de esos que te hacen aullar y bajar santos del cielo en fila de “a uno”, no disfruto ni lo más mínimo y daño, me había hecho tiempo atrás sin lugar a dudas pero… ¿retirarme?, ¿pararme siendo “first lady”? ¡De ninguna de las maneras! Muy fiel a las letras de Víctor García, en esta mollera dura sólo cabe “Muerte o Victoria”.
Y aunque bien es cierto que yo lo llevo al extremo, no lo es menos el hecho de que todos lo hacemos en algún momento. El mantra sobre el disfrute y la salud se va al carajo cuando nuestro orgullo se pone en juego; y sí, puede que sólo sea una carrera, pero parece que nos jugamos el honor y la honra, y que nuestro amor propio desaparecerá indefectiblemente, si no cruzamos el arco de meta.
Los meses posteriores se podrían resumir en otro recurrente auto-engaño: “ahora que no puedo correr, lo único que me importa es volver a hacerlo. Y lo haré con cabeza, y no forzaré, y no me importan los tiempos ni los resultados, y bla, bla, bla…
Pues me dejé la piel en ello, y volví a correr. De nuevo sacrifiqué tiempo, horas de sueño y muchas de mis otras aficiones para llegar a Galicia en febrero de este año, dispuesta a correr 64 kilómetros, sin más propósito que el de pasármelo bien y terminar sin averías… (si es que da gusto cómo lo escribo y parece que hasta me lo creo).
De nuevo lo hice. Sin averías, sin mayores molestias y tras casi 13 horas por el monte, crucé aquel arco de meta con una indescriptible sensación de vacío y derrota. Frente a las caras que me recibían y me saludaban – ya bien entrada la noche – sólo sentía una profunda decepción conmigo misma e incluso vergüenza por la cantidad de horas que había tardado en completar el recorrido. Yo allí no pintaba nada, ese no era mi lugar…
Siempre he resistido lo que me echaran: un montón de kilómetros, lluvia, nieve, frío, desnivel, interminables horas, falta de sueño… el jabalí tiraba, pero siempre era lento. Y tras nuevos meses de auto flagelación y crítica inclemente, me acordé de aquello de que la búsqueda de la perfección podría terminar conmigo.
No voy a mentir diciendo que he aprendido la lección, pues el que nace jabalí, aunque se va moderando con los años, muere embistiendo; pero sí he llegado a ser capaz de mirar las cosas con otra perspectiva. Estoy muy de acuerdo con la creencia de que todo es mejorable y de que el esfuerzo da sus frutos, pero también es cierto que todos tenemos unas limitaciones que debemos ser capaces de aceptar y tolerar. Por suerte tengo la voluntad suficiente para apaciguar la auto-crítica y reconocer que algunas cosas se me dan bien, pero no ha sido hasta hace bien poco que me he permitido a mí misma aceptar que otras no.
Podría dejar de lado todo lo que me gusta y centrarme únicamente en entrenamientos rigurosos que me ayudasen a mejorar, pero ni quiero ni le veo el sentido. Me obcecaría en buscar la excelencia en algo que no se adapta a mis cualidades y la perfección seguiría sin llegar.
Así que sigo leyendo, escribiendo, estudiando, trabajando, cocinando y, por supuesto, corriendo. El pensar en el dorsal aún me produce un rechazo que me retuerce las tripas cada vez que lo considero… pero sigo corriendo.
Esa congénita necesidad de mejorar quizá me impida volver a esas carreras donde el reto de los 20 o 30 kilómetros gira muy en torno al reloj, pero más allá de eso, aún hay proyectos. Carreras de esas con kilometrajes que se cuentan por centenas, días y noches que transcurren en pie por bosques y montañas, aventuras pensadas y diseñadas para jabalíes que saben aguantar, pero que se les resiste lo de esprintar. Por esos proyectos, sigo corriendo…
Aun así hoy, muy temprano - pues tenía muchas otras cosas que hacer – volví a dar vueltas al dichoso "parquecito" que me vio empezar. Y fui lenta, como cualquier experto puntualizaría, pero di bastantes más vueltas que aquella primera vez. Y el hígado, por suerte, ya se mantiene a una distancia prudencial de mi tráquea.
Mis cualidades como corredora no han variado notablemente, pero sigo corriendo. Dickinson sigue hablándome al oído sobre el miedo a la oscuridad. M. Shadows sigue loando al rey. Víctor me dice que está dispuesto a combatir, y las gaitas de las melodías de Adrian Von Ziegler, me ayudan a apretar en el último kilómetro.
La que siempre buscó la perfección ni siquiera se acerca a ella pero, por alguna misteriosa razón que no me interesa ni lo más mínimo conocer, sigo corriendo…
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