Noega - Introducción











“Para impedir el saqueo de las ciudades las mujeres luchaban con los hombres manejando las armas igual que ellos, sin suplicar ni gritar cuando eran degolladas…”
Décimo Junio Bruto Galaico



Podría haberse acercado al precipicio y dejar que su mirada se perdiera sobre las innumerables variantes de gris que se adueñaban del mar en aquella tarde, preludio ya del tiempo de las castañas. Pero Arausa prefirió alejarse en dirección contraria, subir a lo alto de la amable loma flanqueada por brezales y tojales, y clavar sus negras pupilas en las lejanas montañas.
            Ojalá pudiera lanzarse ladera abajo y correr sin descanso hasta alcanzar aquellas cumbres. Correr y correr hasta sentir el viento helado cerrando su férreo puño alrededor de sus pulmones. Que su larga melena oscura ondease tras ella, que la ajada espada de antena heredada de su difunto hermano Nicer rebotase sobre su muslo, mientras huía de aquel lugar llamado a caer definitivamente bajo el yugo del insaciable enemigo. Porque no se había ido. Aquel enemigo nunca lo hacía… Los romanos volverían una y otra vez hasta que de su gente no quedase siquiera el recuerdo.
            Arausa soñaba con alcanzar las lejanas cumbres que presumía ajenas a la invasión, pero las ondas de su melena castaña seguían flameando en el punto más alto del castro de Noega y sus pies permanecían firmemente anclados al suelo. 
Voluntariamente había decidido casarse con aquel forastero. Cegada por el brillo de unos ojos tan verdes como el musgo que crecía sobre el tronco de los castaños de sus amados bosques y prendada de una mata de pelo rojiza como nunca antes hubiera visto, Arausa había elegido a Eburo como padre de los hijos que la diosa tuviera a bien enviarle, sin pensar siquiera en el consentimiento paterno o en la posibilidad de que aquella unión no pudiera llevarse a cabo. Aquel pelirrojo, de escasos diecinueve años, había llegado con un grupo de Luggones como respuesta a la súplica del gran jefe de su clan, para hacer frente al eterno enemigo que amenazaba con poner fin a la existencia de la gens de los Albiones. 
Arausa tan sólo contaba quince años por aquel entonces, pero no vivía ajena a la realidad de su pueblo. Escondida durante días entre las brumas de los bosques, había conseguido evitar en más de una ocasión ser arrastrada con otras astures, apenas niñas, hasta las tiendas de los romanos, donde servían de esclavas y eran violadas hasta que la muerte venía a por ellas o ellas mismas se lanzaban a sus brazos.
Eburo era el hijo mayor del gran jefe Auledo, guerrero de la tribu de los cilúrnigos, de probado valor en la batalla y que parecía haber adiestrado bien a su vástago. Magilo, el padre de Arausa, no era más que un orfebre. Valiente y también presto a derramar su sangre por los suyos, pero admirado en la tribu por su arte con el metal, más que por el manejo de la lanza a lomos de un caballo.
Los dos jóvenes habían cruzado sus miradas descaradamente en más de una ocasión, habían reído más de lo habitual cuando Arausa repartía pan de escanda y cerveza entre los guerreros, y aquello no había pasado desapercibido a sus padres.
La hija de un destacado orfebre no era mala elección y Auledo hacía ya tiempo que veía la necesidad de casar al poco dispuesto Eburo. Para Magilo suponía una puñalada directa al corazón decir adiós a la menor de sus hijas, pero la oportunidad de verla lejos de allí, a salvo de las garras del ávido invasor y protegida por un consumado señor de la guerra, se le antojaba la única escapatoria que  la gran diosa abría frente a él para que la dejase ir, si quería que parte de su estirpe perdurase y pariese nuevos vástagos, al menos, medio albiones.
Bodocena había estado de acuerdo. Aquella jovencita de cabellos oscuros era su viva imagen; de entre todos sus hijos era la que más se parecía a ella, y sabía que sería la más dispuesta y capaz para sobrevivir frente a la adversidad allí donde estuviese.
La boda se celebraría en un plazo de tres lunas en el hogar del gran Auledo. Aprovecharían la llegada de la luz y las celebraciones de las bodas del dios Lug, para unir a aquella joven pareja tan bien dispuesta. Magilo y Bodoceda, junto con los hermanos mayores de Arausa, Nicer y Clouto, se desplazarían para la ocasión; pero el padre de Arausa no quiso retrasar la marcha de su hija más de lo necesario, pues deseaba saberla a salvo cuanto antes.
Así había partido sonriente, con los largos cabellos trenzados en una gruesa coleta y la piel pálida salpicada de gotas de fina lluvia, a lomos de un robusto asturcón zaino y al lado de aquel alegre y corpulento muchacho, dispuesto a cuidar de ella a lo largo de todo el camino que en aquel momento comenzaban a recorrer juntos.
A buen recaudo, sobre la grupa del caballo de uno de los guerreros de mayor confianza de Auledo, reposaba una bolsa de buen cuero repleta de joyas de oro labrado por las expertas manos de Magilo. Piezas escamoteadas a los ávidos ojos romanos y trabajadas de manera excepcional para acompañar a su hija como regalo dirigido a la que estaba destinada a convertirse en su nueva familia. Aquellas serían sólo las primeras de muchas más, hurtadas a la  avaricia del enemigo…

-          ¿Volverán?
Arausa estaba tan ensimismada en sus recuerdos, que no había oído el trote de su hija hasta que ésta la sacó de su ensueño cogiendo su mano con firmeza y preguntando sin rodeos, como era habitual en ella.
-          Sí, Navia, volverán – respondió Arausa apretando con fuerza la mano de su hija, pero sin apartar la mirada de las montañas.
-          ¿Pronto? – continuó Navia, de nueve años, fijando la mirada en el mismo punto que su madre y dejando que su larga melena cobriza se uniese a la danza que mantenía el manto de cabello oscuro de Arausa.
-          No lo sé, hija…no lo sé.
Arausa respondía con la misma contundencia con que preguntaba su hija, sin lamentos y sin nerviosismo alguno, tan solo constatando una realidad. Ella no sabía en qué momento volverían, no era un augur como Blegino ni una sacerdotisa como Nunn, aunque suponía que no tardarían mucho en volver a hacer acto de presencia.
-          ¡Lucharemos! – afirmó Navia resoluta, tal y como había aprendido a conducirse en la vida gracias a las enseñanzas de su padre y su madre.
-          Lucharemos – repitió Arausa con menor intensidad aunque con igual resolución- pero no olvides lo que tienes que hacer si nos ves caer – continuó, dirigiendo ahora la mirada a su hija, la cual también volvió sus verdes ojos hacia ella para escuchar con atención.
-          Sí, madre – afirmó la pequeña – cogeré la punta de lanza y bajaré por el terraplén, agarrándome bien a la tierra hasta que la espuma del mar me salpique los pies.

Poco tiempo atrás Eburo y Arausa habían decidido que su hija ya tenía edad suficiente para comprender cómo tenía que proceder en caso de victoria del enemigo. No debía dejarse prender; no sería esclava de los romanos ni víctima de sus obscenos caprichos. Tendría que poner fin a su vida y encaminarse a los brazos de la gran Deva para que esta la protegiese. Una punta de lanza bien provista de veneno de tejo estaría siempre esperando en su cabaña, escondida en uno de los calderos de bronce que Arausa ya no utilizaba para cocinar.
Navia se haría con el arma y huiría al recóndito escondrijo que sus padres le habían indicado. Sólo allí pondría su vida en manos de Deva, por si ésta tenía a bien llevarla a su lado a través de las frías aguas del mar, y porque desde muchos años atrás, aquel era el único lugar que Arausa había probado libre de todas las miradas, por creerse falsamente inaccesible…
-          Bien – afirmó Arausa tras oír a su hija repetir las instrucciones que tantas veces antes había escuchado – ¡pero antes lucharemos!- exclamó entonces Arausa con una sonrisa en los labios y el mismo entusiasmo que antes había mostrado la pequeña.
-          Sí, madre – corroboró ella, con el ceño fruncido y henchida de audacia.
La determinación en la voz de la pequeña Navia la hizo sonreír y olvidar por un momento las tribulaciones que la habían estado acosando a lo largo de aquel día.
-          Vamos a casa – añadió, sin soltar la mano de su hija – todos deben estar hambrientos.
-          ¿Puedo beber un poco de cerveza con vosotros? – Navia dejó caer la pregunta, como más de una vez hubiera hecho antes, al tiempo que emprendían el camino de vuelta y miraba a su madre con ojos colmados de inocencia infinita.
Arausa rió con ganas antes de responder.
-          Ya has visto a tu padre cuando se pasa con la cerveza – replicó divertida – es posible que te pongas a vomitar como aquel día que te dio por comer demasiados erizos de mar.
-          No es sólo padre – replicó Navia altanera – también te he visto a ti vomitando detrás de la cabaña.
Sin enfado alguno y apenas capaz de contener una carcajada, Arausa soltó por un momento la mano de su hija para darle un buen pescozón. Navia encogió sus hombros - más a causa de la sorpresa que del dolor - y se giró indignada hacia su madre.
-          ¡Auuuu! – protestó exagerada.
-          ¿Quieres ponerte a vomitar detrás de la cabaña durante la noche en vez de dormir plácidamente? – Arausa se estaba divirtiendo con la conversación que acompañaba la marcha de la tarde  en su camino de vuelta.
-          Mmmmmm – Navia parecía no tenerlo muy claro.
-          Pues nada de cerveza aún, “ternerilla”.
Así solía Arausa llamar a la pequeña Navia desde que esta llegara al mundo, y mientras lo hacía en aquel momento, rodeó su cuello cariñosamente con un brazo tan fuerte como el que la pequeña deseaba llegar a tener algún día.
Madre e hija rieron a lo largo de los últimos metros del camino. Si bien el sol no había lucido a lo largo de aquel día, no por ello dejaba de apreciarse su inminente retirada, tiñendo de un amarillo ceniciento el cielo de poniente. Las nubes claras y algodonosas se habían tornado negras y amenazantes, por lo que ambas aceleraron el paso en busca del calor y la seguridad de su casa…














                                                          



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