No sabes nada, Jon Nieve...
Si tuviera que mirar atrás y precisar con exactitud el momento en que por primera vez me dio por coger un lápiz y escribir algo – más allá de los deberes de lengua y sus consabidos comentarios de texto sobre aburridas lecturas obligatorias – sería incapaz de afirmar cuándo fue.
Recuerdo que ya de pequeña me esmeraba con los cuadernillos de Rubio y me sentía de lo más orgullosa de mi escritura pulcra y redondeada. Con los libritos de sumas y restas no me pasaba lo mismo, qué le vamos a hacer, pero lo de las letras sí que me gustaba. Durante los obsoletos años de EGB incluso llegué a ganar un segundo premio en un concurso de poesía, y en vista del montón de cuadernos que aún conservo llenos de relatos cortos, vivencias y poemas, no me extraña que me faltase tiempo para mejorar en matemáticas.
Todo era muy breve; aún no había pretensiones, pero llegó la adolescencia y con ella ese punto de inflexión para muchos de mi generación. Ese instante en que la vida dio un giro dramático, la personalidad informe comenzó a definirse y toda una futura legión de despectivamente llamados “frikis” elegimos nuestro camino: el día en que empecé a leer El Señor de los Anillos. Mi día a día se llenó de elfos y orcos. Nunca llegaba el momento de que sonase la campana para salir de clase y llegar a casa ansiosa por saber cómo le iba el asunto a la Comunidad del Anillo.
Creo que no me equivoco demasiado si afirmo que casi todos los que nos convertimos en ávidos lectores de fantasía tras el descubrimiento de Tolkien, éramos miembros de esa minoría que nunca termina de encajar. Yo, por mí parte, aún era una chica gordita, “heavy”, solitaria y estudiosa, por lo que la Tierra Media me venía como “anillo” al dedo en una edad tan influenciable.
¡Ahhhh! Y siguiendo el curso natural de las cosas, semejante lectura nos llevó a muchos a querer crear algo tan épico como lo que acabábamos de descubrir porque, inocentes “criaturillas”…no sabíamos nada.
El mundo de Tolkien había dejado el listón demasiado alto, y todos los textos fantásticos que siguieron a la trilogía, eran sagas de numerosos y voluminosos ejemplares. El proyecto aún me venía grande, así que seguimos con relatos y poemas, dejando de nuevo de lado las matemáticas y la física – (he de reconocer que por pura incapacidad innata más que por dejadez).
La selectividad no se dio mal y con el comienzo del merecido descanso que llegó después, por fin apareció la chispa que lo desencadenó todo. ¿Conocéis esa sensación de irse a dormir deseando hacerlo muy rápido para despertar ya y seguir leyendo? ¿Ese aislamiento total de la vida propia porque las preocupaciones son ahora, única y exclusivamente, las que atañen a los personajes de la historia? Pues eso me lo hizo a mí el señor Ken Follett con sus Pilares de la Tierra. Necesitaba saber cómo le iban las cosas a Aliena y Jack, por si acaso algo se había torcido mientras yo dormía despreocupada. Quería saber qué estaba tramando Waleran y cómo Philip lograba lidiar con todo y contra todos. Fueron mil páginas que, al tocar a su fin, me dejaron como si alguien de mi familia se hubiese ido lejos y no fuese a saber más de ellos. Había sido feliz ajena a todo y sólo quería que aquello continuase.
Así me di cuenta de que yo quería crear esas historias para otros, y me lo propuse de inmediato…pero no sabías nada, Anina.
Hubo muchos intentos. Historias que comenzaban con tanta ansia por desenvolverse que, al releerlas ahora, me entran ganas de tirar de boli rojo – cual profesora de literatura decepcionada – y tachar a diestro y siniestro.
Por suerte fue una de esas profesoras de literatura que, alejada del estereotipo típico y tópico, tuvo a bien hacerme el mayor halago que me hayan hecho nunca: con su chupa de cuero negro, sus dedos llenos de anillos y la melena despeinada, J.J. me dijo que lo de escribir, si trabajaba paciente en ello, sí que se me daba.
Lo de la paciencia – como de costumbre – cayó en saco roto, pero la voluntad de hacer algo que me gustaba y no parecía dárseme mal del todo, permaneció intacta. Por el camino me encontré con Pratchett, Cornwell, Rothfuss, Abercrombie, Lawhead, Lewis, Canavan, Bradley, Posteguillo, R.R. Martin, Gordon, Asensi, Eco, Harris… tantos y tantos nombres – unidos a los clásicos – que cuanto más leía, más me repetía algo parecido a lo de: no sabes nada, Anina.
Pero seguí leyendo, aprendiendo, escribiendo, tachando, tirando y guardando bajo siete llaves todo aquello que, aunque me gustaba, no conseguía considerar lo bastante bueno. Después de tanto aprendizaje, tanta investigación y buenas dosis de “correa” - que yo misma me obsequio sin necesidad de crítica alguna -, por fin me he puesto con algo que me gustaría que llegase a buen puerto. Quizá nadie llegue nunca a “querer dormir rápido” para despertar pronto y seguir leyendo lo que cuento pero…qué puedo perder por intentarlo.
Mi madre solía decirme – con todo el desvelo que una madre padece para que su hija no se lleve demasiados palos en la vida – que era demasiado fantasiosa y poco realista. No le faltaba razón, y esos palos fueron cayendo irremediablemente, haciendo que me familiarizase con el realismo más de lo que me gustaría. Pero a pesar de todo, la parte fantasiosa siempre ganó de largo, y gracias a ella, debo reconocer que los varazos duelen bastante menos.
Algunos vivimos los duelos a espada en un texto, como si nos jugásemos el pellejo propio. Luchamos, reímos, lloramos y nos lo creemos, hasta el punto de defender el honor de los Stark y condenar a los Lannister, como si nos estuviesen mentando a nuestros muertos. Y lo mejor de todo es la contundencia con la que ahora, tras tantos años, devolvemos la mirada al que, condescendiente, nos define como “frikis” y pensamos: tú no sabes nada, Jon Nieve…
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