Ni buscando guerra, ni haciendo amigos...
Aunque todo aquel que me conoce, aparte de miope, sabe que soy bastante despistada y que cuando camino por la calle acostumbro a ir en mi mundo, lo cierto es que hace ya un par de meses que una persona comenzó a llamar mi atención.
Martes y jueves, a eso de las 9.20 de la mañana, suelo cruzar por el mismo paso de peatones, en la “Cerona”, de la que voy de camino a mis clases de alemán. Y a pesar de que es bastante temprano y en alguna ocasión la mañana ya resulta un tanto fresca, una mujer, que supongo de unos cuarenta y tantos años, cruza en dirección opuesta hacia la parada del autobús.
Soy consciente de que a veces peco de excesiva imaginación, pero en el caso de esta mujer, creo que mis conjeturas son más que acertadas. Por el gorro de punto – fino y suave – sin atisbo de pelo alguno alrededor del cuello, y la dificultad que tiene al caminar - apoyándose sobre un bastón y manteniendo rígida su pierna izquierda – no puedo evitar que su paso, complicado pero firme, su cabeza bien protegida del frío y sus mejillas rollizas – quizás a causa de la cortisona – siempre me devuelvan a mi madre a la memoria.
Mientras el dichoso bicho se conformó con cebarse con su pecho, lo cierto es que nada en su aspecto permitía adivinar la batalla que estaba teniendo lugar por dentro, pero cuando el muy bastardo emprendió viaje hacia la cabeza, las secuelas ya fueron perceptibles.
La serenidad en el rostro y la determinación a cada paso, ajenos a la cojera y a la más que segura torpeza de su brazo, son demasiado similares.
Y al tiempo que la evidente enfermedad me lleva a rememorar los últimos meses de lucha de mi madre, algo tan frívolo como su indumentaria, hace que también reflexiones sobre mí misma. En todas y cada una de las ocasiones en que nos hemos cruzado, esa mujer serena va vestida como si su destino fuese un agradable paseo por la montaña… Lleva un calzado a medio camino entre la zapatilla y la bota, muy adecuado para el senderismo. Sus pantalones holgados, siempre de dos colores, me resultan muy parecidos a los que suelen vestir los escaladores y en la parte superior, siempre lleva abrigadas prendas deportivas, de esas que te compras pensando en memorables jornadas de montaña, y no en injustas mañanas de quimio.
Es delgada, pero de presencia contundente… seguro que una deportista añeja; mucho más de lo que yo pueda llegar a ser, pero la vida le ha dado el bofetón que muchos otros han recibido, y que todos los demás deberíamos ser estoicamente conscientes de que nos puede azotar en cualquier momento.
En más de una ocasión, tras ese impersonal encuentro, llego a la acera de en frente con los ojos anegados en lágrimas. Ella pasa a mi lado firme y decidida, y yo me “cortocircuito” en ese mismo instante… no sé si es por lo que recuerdo, por lo que aguardo, o por lo que temo, pero por algún extraño motivo todo lo que me preocupa, me cabrea, me alienta o me desalienta en el día a día, en una centésima de segundo pasa a un “millonésimo" plano.
Luego, siguiendo el innato y lógico proceder de la naturaleza humana, en cuanto llego a la academia, me concentro en mi clase, y tras el final de la misma emprendo el camino de vuelta, aquel desasosiego regresa a la retaguardia y las banales preocupaciones recobran su perdido protagonismo.
Esa guerra trascendente que algunos han tenido que librar con la enfermedad, con un “intruso” que se viene arriba dentro de ti y te obliga a afrontar los días a “vida o muerte”, debería ser la única que nos quitase el sueño y nos pusiese en modo “cuchillo entre los dientes”. La enfermedad ajena y la que, quizás, en algún momento sea propia.
Es una lástima que ese dolor, que a todos nos iguala cuando llega, sea una de las pocas herramientas que existen para recordarnos que, ante la señora de la guadaña, todos somos iguales. Porque mientras que la mala fortuna no se ceba con nosotros, la igualdad nos viene pequeña. La lucha en la que nos batimos es la de marcar la diferencia, la de establecer distintas y bien delimitadas posiciones, y por eso, este rollo sobre luchas baldías y pocos amigos…
Como ya he apuntado en alguna ocasión, aquí la que suscribe no viene de una larga trayectoria deportiva, sino que introduje esa faceta en mi vida de friki – inmersa en libros, series, películas y aficiones de bar y sofá – hace ahora unos cuatro años.
En cuanto llegué a este mundillo, tal y como corresponde a un personaje de las citadas características, no sólo me dediqué a correr y a perderme por los montes, sino que me sumergí en infinitas lecturas al respecto. Y entre tan múltiples y variados textos, vídeos y relatos sobre experiencias personales, siempre había un puñado de conceptos que se repetían: aquellos que apuntan a los inestimables valores que enseña o aporta el deporte.
“Prrrrrrrrrrrrr” – entiéndase la expresión como pedorreta, tras la afirmación sobre “valores adquiridos por medio del deporte”.
Y no voy a ponerme a desgranar el amplio abanico de disciplinas deportivas existente, sino que me voy a centrar en éste de las carreras de montaña que, en su momento, tan inocentemente me atrajo.
Porque en este deporte lo principal es el “buen rollo”. Todos somos iguales y lo que importa es disfrutar de las carreras. Aquí no nos tiramos puñales, nadie es más que nadie, y la competitividad – que todos reconocen que haberla hayla – goza de un particular status de sano enfrentamiento, almibarado por la constante sentencia de que lo que prima es competir contra uno mismo.
Pues nada que objetar a la competición, ya se conciba de forma individualizada o frente a un contrincante, porque me parece un más que legítimo aliciente inherente al deporte, pero la manida referencia a la igualdad… se me antoja tan cercana a la realidad, como si lo mismo se declarase acerca del pasaje del Titanic. Porque igual que en aquel buque había pasajeros de tercera, en este deporte se ven comportamientos que te hacen sentir como si tú también hubieses llegado abordo con un billete demasiado barato, y por lo tanto, no pudieras socializar con los de primera.
Y que nadie me entienda mal, pues no se trata de generalización alguna, pero el recurrente “buenismo” que insiste en obviar estas actitudes, me ofende tanto como las frívolas generalizaciones.
Por suerte, a lo largo de los últimos años, he tenido el placer de conocer a un puñado de personas maravillosas. Gente de diferentes edades y condición. Algunos atletas de toda la vida y otros recién llegados, como yo. Unos que corren como demonios, otros que les siguen de cerca, y otros que ajustan el disfrute a su paso, y viven la experiencia desde el vagón de cola, sin complejo alguno.
Personas a las que ves con mayor o menor frecuencia, pero de las que siempre puedes esperar un gesto, una palabra… Gente con la que compartes charla nerviosa antes de una carrera, una cerveza relajada a posteriori, o un comentario gracioso a través de las redes sociales.
Pero el contrapunto también está muy presente. Me refiero a quienes pregonan humildad infinita, pero escatiman respuestas y saludos en función de las aptitudes o trayectoria deportiva de su interlocutor.
Comportamientos a medio camino entre lo infantil y lo soberbio, que t hacen llegar a la conclusión de que tu valía como persona, a sus ojos, viene determinada por lo que corres. Y hablo respaldada por la propia experiencia, pues me he topado con quien me ha dedicado sonrisas y amables palabras, al verme en compañía de corredor o “personaje” relevante, y ha optado por obviarme o arrojarme forzados monosílabos cuando, sin anfitrión alguno que viniera a adornar mi insignificante presencia, me acerqué a entablar conversación.
Miradas altaneras y espaldas conscientes de tu presencia, pero que no se vuelven… personas cuyas trayectorias personales, académicas y profesionales desconozco, del mismo modo en que ellos desconocen las mías, y aun así, deciden situarme en una u otra cubierta del barco, en función de mi talento como corredora o mi experiencia como montañera.
Pues bien, aunque a rasgos generales me atrevería a asegurar que no hay motivo alguno para que nadie se sienta superior al prójimo, haré alguna excepción para conceder que ciertas excelencias colocan a contadas figuras en un nivel algo más elevado que el que ocupamos el común de los mortales. Pero bajo ningún concepto voy a otorgar esa tarima a alguien por el simple hecho de que corra más kilómetros que yo, lo haga más rápido, o haya subido muchas más cumbres.
A lo largo de mi vida, todas aquellas personas que me han conquistado con su inteligencia, su cultura, su talento, su bondad o su ingenio, distaban mucho de tener curriculum deportivo alguno o atlética presencia. Y cuanto más pasa el tiempo, más recupero mi identidad como miembro de ese grupo ajeno a la dictadura del dorsal, la ególatra contienda o el músculo bien definido.
Porque yo no valgo por lo que corro… ni yo, ni nadie. Porque el que se engrandece en base a un cronómetro y los palmeros que alaban sus éxitos mientras menosprecian al anónimo lento, dejan en evidencia sus carencias en muchos otros campos, donde otros les dejaríamos, sin esfuerzo, en vergonzosa evidencia.
Y como nunca he buscado un conflicto, pero tampoco he rehuido el enfrentamiento cuando lo creo necesario, por eso me permito el lujo de no pasar por alto algo que he comprobado que es cierto.
Y allá cada cual con su ego, su ficticia jerarquía y su necesidad de adjudicar cubiertas en el barco en base a la ley impuesta por una línea de meta.
Porque ya sé que no estoy descubriendo la pólvora al afirmar que, gente buena y mala, hay en todas partes, pero que no me intenten vender este mundillo como un rosado cuento poblado por unicornios y repentinas amistades eternas forjadas en minutos a los pies de las montañas.
Hay intereses, soberbia, ingratitud… en la misma medida en que hay nobleza y compañerismo, pero éste es un ámbito de reducidas dimensiones y afición minoritaria, por lo que la mancha de la mala baba, hace mucha sombra…
La parte buena es que el monte es un poco de todos y un todo de nadie… Del que corre y del que no. Del que lo hace rápido y del que lo intenta y no puede. Del que lleva una vida bregando los hielos y del que empieza a descubrirlos… Y las luchas por construir pedestales a distancia del “vulgo”, que consuelen al pobre infeliz que los necesite.
A mí me interesa la lucha de esa mujer que, cojeando y debilitada, camina hacia el autobús con paso lento y la mirada al frente. Me interesa que su atuendo de montaña vuelva a embarrarse, a engancharse con ramas y a servirle de abrigo rumbo a la cima.
La batalla de esa mujer que camina lenta y anónima es la que me importa, el resto, se lo dejo a otros…
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